Aceleración y modernidad

La característica principal de la modernidad es la aceleración.

Umberto Boccioni. Dinamismo del cuerpo humano. 1913.

«La experiencia fundamental, constitutiva de la modernidad, es la de una gigantesca aceleración del mundo y de la vida y, por consiguiente, del flujo de la experiencia individual», dice Harmut Rosa en su libro Aceleración y cita al sociólogo M. Berman: «Estamos todos inmersos en un torbellino de desintegración y de renovación permanentes, de lucha y de contradicción, de ambigüedad y de angustia. Ser moderno, es ser parte de un universo en el cual, como lo escribe  Marx en el Manifiesto del partido comunista: Todo lo que tenía solidez y permanencia se va en humo».

Aunque el proceso hacia la modernidad tiene su inicio en el Renacimiento, es en el Siglo de las Luces cuando irrumpe con fuerza. Las ciencias de la naturaleza triunfan y la revolución industrial despega debido al anhelo de progreso y al deseo de acelerar la historia. Desde sus inicios la modernidad cambia la percepción del tiempo, « […] desde 1750 se tiene la sensación de una gigantesca aceleración del tiempo y de la historia, el sentimiento que el tiempo mismo está trastornado» (H. R.). La aceleración afecta a todos los aspectos de la vida. El hombre ya no es dueño de las fuerzas del proceso. Nietzsche dice: «A falta de quietud, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie. En ninguna época, los hombres de acción, es decir, los agitados, han sido tan estimados». Asistimos a la «desaparición de todo recogimiento, de toda sencillez…».

Henry Adams, historiador, habla, en La educación de Henry Adams de 1918, de las fuerzas que animan el proceso de aceleración. «El hombre ya no era dueño de ellas. Las fuerzas lo agarraban por la muñeca y lo zarandeaban en todas las direcciones… Los automóviles y las armas de fuego hacían estragos en la sociedad, hasta el punto que un terremoto, en comparación, podía haber pasado por un momento de relajación». Lo mismo pasó en los años 1989 con las revoluciones numéricas.

La aceleración influencia todas las artes. La música es cada vez más rápida, sea el Bolero de Ravel, el jazz, el speed metal…, que siguen el ritmo frenético de la vida moderna, o las músicas disco y techno que parecen atractivas (a algunos) porque su tempo es ligeramente más rápido que el ritmo cardíaco normal del ser humano. Las obras clásicas se ejecutan cada vez más rápido. En el cine, el ritmo del montaje de los planos se ha acelerado constantemente durante el siglo XX.

Proust, Joyce, Mann. El tiempo en la literatura del siglo XX.

Según Berman la primera expresión artística totalmente desarrollada de la modernidad es el Fausto (1808 y 1832) de Goethe que «pone literalmente la Tierra en movimiento» mostrando la inquietud de su autor sobre las dimensiones profundamente destructoras del «velociférico», el tempo mefistofélico del nuevo mundo.

La literatura del siglo XX refleja las experiencias del torbellino social, grandes obras reaccionan ante la aceleración excesiva impuesta por la modernidad,  girando alrededor del tiempo, como En busca del tiempo perdido de Proust, Ulises de Joyce o La Montaña Mágica de Thomas Mann concebida como una novela del tiempo, siendo la aceleración el principio de su estructura narrativa.

Las artes plásticas sufren una transformación brutal que rompe con la tradición de siglos y las cambiará para siempre. El cubismo, que surge entre 1907 y 1924, constituye la primera de las vanguardias artísticas.

Al principio del siglo XX, tanto en las ciencias como en el arte, la teoría de la relatividad revoluciona el pensamiento y surge la idea del tiempo como cuarta dimensión que se añade a las tres espaciales. La nueva percepción de la estructura interna de los objetos del espacio y de la velocidad va determinar la representación del mundo.

Sin embargo, en el siglo XIX, en plena era industrial,  la aceleración se reflejaba ya en obras como Rain, steam and speed. The Great Western Railway (Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril occidental), de 1844, de William Turner (1775-1851) o novelas como Our mutual friend (Nuestro común amigo), de Dickens, publicado entre 1864 y 1865.

William Turner. Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril occidental. 1844

«Then, the train rattled among the house-tops, and among the ragged sides of houses torn down to make way for it, and over the swarming streets, and under the fruitful earth, until it shot across the river: bursting over the quiet surface like a bomb-shell, and gone again as if it had exploded in the rush of smoke and steam and glare. A little more, and again it roared across the river, a great rocket: spurning the watery turnings and doublings with ineffable contempt, and going straight to its end, as Father Time goes to his». Charles Dickens. Our mutual friend.

«Entonces el tren pasó traqueteando entre los tejados de las casas, y entre las medianerías irregulares de las edificios arrancados para hacerle sitio, y por encima de las calles abarrotadas, y debajo de la tierra fértil, hasta pasar disparado encima del río ―estallando sobre la superficie tranquila como un obús y desapareciendo como si hubiera explotado en medio del humo, el vapor y su resplandor. Pasó un instante y de nuevo cruzó el río rugiendo, tal un gran cohete ―desdeñando las curvas y las vueltas con un desprecio inefable― y yendo derecho hacia su fin, como el Tiempo va hacia el suyo». Charles Dickens. Nuestro común amigo.

Giacomo Balla. Velocidad. 1913

Entre 1890 y 1910 hay un fuerte brote de aceleración que tiene una  influencia determinante en todas las artes. Es durante ese periodo cuando aparecen los cubistas y los futuristas que harán «un claro esfuerzo para traducir la dinamización y la fragmentación de la experiencia del tiempo y del espacio en un nuevo lenguaje formal» (H. R.) que contribuirán a la nueva orientación del arte durante el siglo XX, con la metamorfosis del objeto, introduciendo el tiempo y el movimiento en el espacio.

El espacio parcelado que aparece en muchas telas de la época expresa la representación del tiempo, como en La Torre Eiffel de Delaunay, de 1911, influenciado por la parcelación introducida por H. Ford en las cadenas de montaje para acelerar la producción industrial.

Vemos en el cuadro Desnudo bajando una escalera de 1912 de Marcel Duchamp un intento de expresar el espacio y el tiempo en la representación abstracta del movimiento y de transponer la idea de Einstein en el arte.

Los que más se interesaron por el dinamismo, a veces hasta la obsesión, fueron los futuristas.

El futurismo fue un movimiento italiano, impulsado por Marinetti, que duró de 1909 a 1944, con pintores como Boccioni y Balla. Como movimiento o individuos sus ideas dejan mucho que desear, eran machistas, misóginos, ensalzaban la guerra «como la única higiene del mundo» y Marinetti ingresó en el partido fascista, incorporando sus tesis al movimiento. Según él, «había que hacer tabla rasa del pasado y crear un arte nuevo, desde cero, acorde con la mentalidad moderna y las nuevas realidades, tomando como modelo a las máquinas y sus virtudes: la fuerza, la rapidez, la velocidad, la energía, el movimiento, la deshumanización».

Pese a su lamentable ideología los futuristas hicieron posible una profunda renovación de las técnicas y principios artísticos, cuyas repercusiones aún se sienten. Su influencia se aprecia en las obras de los autores anteriormente citados, Delaunay y Duchamp, así como en la de Léger, que también sigue las pautas del cubismo: fragmentación, recombinación y simultaneidad.

Fernand Léger. Hélices. 1918

También hubo fotógrafos futuristas, como los hermanos Bragaglia que hicieron fotografías movidas para mostrar tiempos sucesivos y la trayectoria de los gestos.

Bragaglia. Girando. 1912

Hoy, un siglo después, con otras técnicas, se sigue fragmentando el tiempo, como se puede ver en esta fotografía de Carlos de Paz, de su serie Desfragmentaciones:

Carlos de Paz. Granizada en Almería. 2013

Después de tanto frenesí me parece que deberíamos seguir el consejo que daba Nietzsche de «fortalecer el elemento contemplativo» en nosotros y recordar que la felicidad es «mirar los patos sobre el estanque» como decía un sabio chino, cuyo nombre no recuerdo, hace mucho, mucho tiempo.

Carlos de Paz. Patos en el estanque. Picardie. 2008

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